martes, 9 de agosto de 2011

Universidad y Cultura

Por:  Salomón Lerner Febres
Fuente: La República 

La relación entre Universidad y promoción de la cultura ha sido entendida desde siempre como un vínculo natural, evidente.

Siendo las universidades, históricamente, el espacio más vivo de la vida intelectual de las sociedades, aquel donde las ideas no se encuentran en estado vegetativo sino en una dinámica incesante de creación, transmisión e innovación, resulta claro que es en ellas donde la actividad simbólica, interpretativa y creativa de una sociedad tiene su recinto más propio.

Sin embargo, también es cierto que en las últimas décadas nuestras sociedades han experimentado cambios de tal envergadura y naturaleza que han conducido, inclusive, a poner en entredicho esa relación. Me refiero a la transformación ocurrida en el orden de los valores mundiales por efecto del cual los principios asociados al ámbito económico de la vida social han conquistado una supremacía que no habían tenido antes.

Esta oleada de “economicismo” y de fijación inmoderada en el beneficio contable ha llegado inclusive a las puertas de la universidad y en no pocos casos ha conseguido tergiversar su identidad secular. Así, de ser entendidas como instituciones dedicadas a la creación del saber, que se valían para ello de medios económicos, han pasado a concebirse como empresas orientadas a rendir beneficios monetarios, para lo cual se sirven de las ideas y del pensamiento como medios o, más claramente dicho, como mercancías. Tal distorsión de la idea de la Universidad ha relegado, en muchos casos, a una posición subordinada todo aquello cuya utilidad dineraria no resulte evidente o no prometa una capitalización en el corto plazo.

La deformación de la universidad en este terreno, si es que se generalizara y profundizara, solo podría constituir un severo empobrecimiento general de la sociedad, pues implicaría una resignación a lo ya establecido, un debilitamiento de las posibilidades del pensamiento libre y, como parte de él, de las capacidades críticas y autorreflexivas  sin las cuales no puede sostenerse la salud de una comunidad.

En el Perú, en particular, tal abandono de funciones implicaría, además, dejar la promoción de la cultura en una situación de vacío, teniendo en cuenta que el Estado se ha desentendido –para todo efecto práctico– de esa responsabilidad, desde hace mucho tiempo. Ciertamente, es posible interpretar esa apatía frente a la promoción de las artes y del pensamiento como una muestra más de la general inoperancia del Estado para cumplir las funciones básicas que le corresponden. Pero también, hoy, sería necesario leer ese desinterés como expresión de que la racionalidad económica lleva a subordinar incluso la gestión política –el gobierno de una sociedad– a pequeños cálculos de rentabilidad inmediata y también  como manifestación de que la función pública ha quedado capturada por una actitud política egoísta y que se encuentra ajena a todo intento de comprensión del bien común con perspectiva histórica.

Ante este panorama, el compromiso de la Universidad con la promoción de la cultura debería reafirmarse en una doble dirección. La primera y más notoria se relaciona con su propia actividad promotora, con su capacidad para convertirse en centro de acogida e irradiación de ideas y de manifestaciones artísticas, en núcleo de un diálogo siempre vivo y siempre renovado con la sociedad, en puente entre ella y el mundo exterior: tanto en el sentido de traer a nosotros lo que se produce fuera, como en el de dar a conocer en el exterior  los desarrollos de la cultura ocurridos en nuestro ámbito nacional.

La segunda dirección asume su sentido en relación con la abdicación del Estado ya  mencionada. Desde luego, la Universidad no podría, aun si dedicara a ello todos sus esfuerzos, suplir los vacíos dejados por el aparato estatal. No podría, pero además tampoco debería hacerlo. La cultura ha de ser el contexto en el que se realice mejor el diálogo público en una sociedad, es decir, debe ser el resultado del aporte de todos, y por tanto de manera ineludible el del propio Estado. Por eso, la otra función de la Universidad consiste en mantener y redoblar su actitud vigilante y crítica frente al Poder de modo que sea ella quien le llame permanentemente la atención sobre las responsabilidades que él está descuidando o ignorando.

En tal contexto, toca pues a la Universidad enseñar o recordar que en una vida cultural rica o pobre se hallan implicados muchos elementos cruciales para la  existencia de una sociedad. Indiquemos tan solo uno de ellos: nuestra educación en la tolerancia y en la libertad, en el pensamiento por cuenta propia y en la disposición a entender aquello que nos resulta ajeno; educación que subyace a una vida democrática y pacífica y a un diálogo ciudadano verdaderamente libre y, por eso mismo, liberador.



La tarea de reflexionar

Por:  Luis Jaime Cisneros
Fuente: La República

Es verdad que mucho enfatizamos –al inaugurar los cursos universitarios– sobre los deberes que el estudiante debe cumplir: estudiar, reflexionar, debatir, investigar. Proponerlo es fácil, y conviene tener presente que no a todos los jóvenes les puede re-sultar fácil (por no decir apetecible) la tarea.

Para muchos, representa un compromiso angustioso. Y es que, en realidad, el ambiente que sorprende al estudiante en este trance, no llega a garantizarle sosiego indispensable, ni le ofrece modelos que tonifiquen la esperanza y la moral. Hay que reconocerlo para comprender la inquietud que suele apoderarse del muchacho, situación que no suele percibirse en el hogar y a la que no puede desconocer la institución universitaria.

Y es que esta nueva perspectiva no sólo representa para el alumno lecturas y lecturas. Significa también aprender a disciplinarse libremente. No hay manera de que la universidad le imponga actitudes. Lo único que podremos ofrecer es escucharlo y ayudarlo a descubrir sus propios recursos para enfrentar la situación.

La autoridad que ejerce la universidad es ajena a toda clase de imposición. La imposición –lo dijo acertadamente Karl Tünnermann– falsifica el orden universitario. Y es que no les es fácil a los ingresantes descubrir que la inteligencia armada de la libertad, nos confirmara personas y nos abre –y respalda– el camino hacia el porvenir.

Cuando destacamos el valor de la disciplina universitaria es porque ayuda a reforzar la autenticidad. Y sólo en el ejercicio de la autenticidad, el estudiante se confirma ciudadano, capaz e independiente. Esa independencia lo respalda para ejercer sus derechos cívicos. Y esa independencia le permite participar –como delegado estudiantil– en las distintas esferas de gobierno de la universidad. Y esa independencia –por cierto– respalda y garantiza su honestidad para elegir y ser elegido. En ese momento el alumno comprende por qué afirmamos que quien se consagra a la docencia en la vida universitaria está participando –como enseñaron los griegos– en la política y trabajando por el futuro de la república.

Este interés por la política es –de otro lado– perspectiva que la universidad no debe descuidar. El cogobierno universitario colabora ciertamente. Pero el alumno debe adquirir conciencia de cómo –miembro como es de un país en desarrollo– debe acostumbrarse (para actuar seriamente como científico) a investigar, a comprobar personalmente cuanto afirman libros y profesor. Esa es la tarea fundamental de la universidad. Para eso debe acostumbrarse a los debates, a los ensayos. Es en ese ejercicio donde se descubrirá creador y se prestará a continuar estudiando.